miércoles, 20 de mayo de 2009

Federico Corssen



La propiedad que hoy ocupa un sofisticado hotel boutique de Valparaíso, en calle Higuera 133 en el Cerro Alegre, fue desde el año 1830 el hogar de la familia alemana Corssen, la que se asentó en el puerto a mediados del siglo XIX y que cobró gran importancia gracias al reflotamiento en 1941 y posterior reconstrucción, por parte del ingeniero naval don Federico Corssen Decher, del dique Valaparaíso II construído en Holanda y hundido durante un fuerte temporal, el 21 de mayo de 1940 en el puerto de Valparaíso, tras ser embestido por el acorozado Almirante Latorre de la Armada de Chile.

La familia Corssen, estuvo asociada desde mediados del siglo XIX primero a la riqueza salitrera y luego a la historia de Valparaíso. Los Corssen fueron los accionistas mayoritarios del viejo Astillero Las Habas, en cuyos terrenos e instalaciones hoy opera Asmar Valparaíso frente a la playa San Mateo, donde aun se conservan restos de los varaderos para las embaraciones.

Era la familia Corssen dueña de esta casona en el entonces llamado "callejón Higuera". Aquí, ellos y sus amigos desarrollaron su gusto por el baile, por las fiestas de disfraces y por el bridge. Además, la locación era famosa por ser sede de la tertulia "Los Marcianos", en la que prominentes vecinos comentaban el acontecer de Chile y del mundo. En aquella época, los festejos de Año Nuevo se celebraban en este callejón y luego los invitados se trasladaban a "la casa de los Corssen", que disponía de una vista privilegiada y de un ambiente hogareño para recibir a los familiares y amigos.

Desde el living, gozaban del espectáculo pirotécnico para recibir el nuevo año en el mismo lugar donde el dueño de casa, ingeniero y navegante, solía ubicarse diariamente para mirar el mar y pronosticar el meteo del día siguiente para navegar.

Federico Corssen forma parte de la Galería de los Ingenieros Ilustres del Colegio de Inegnieros de Chile, donde han sido colocados los retratos de los Ingenieros Distinguidos por la Orden, en un homenaje póstumo de reconocimiento a su contribución a engrandecer la patria, enaltecer la profesión y a su trascendencia como modelos para las nuevas generaciones.



A continuación transcribo artículo publicado en la Revista Ingenieros por Marcela Rojas con la colaboración del Contraalmirante (R) Carlos Quiñones.

Con el grado de capitán de fragata ingeniero, después de 25 años de servicio, varias veces distinguido, Federico Corssen se retiró en 1935 de la Armada, para hacerse cargo de la gerencia de Astilleros Las Habas, empresa dueña de una maestranza y un dique flotante.

La noche del 21 de Mayo de 1940 se desató un fortísimo temporal en el puerto de Valparaíso.

Fuera de la bahía se hallaba el acorazado “Almirante Latorre”, que empezó a garrear, no resistiendo sus anclas. Todos los esfuerzos hechos por los remolcadores de la Armada no pudieron evitar que este coloso retrocediera y se acercara cada vez más al dique flotante. A cincuenta metros del dique se hallaba un langostero con el que el acorazado colisionó. La pequeña embarcación fue lanzada contra el dique y se hundió. Todos los esfuerzos hechos por la tripulación del “Almirante Latorre” para evitar una catástrofe fueron vanos. Pocos minutos más tarde la gran nave chocó con el dique que contenía al vapor Chile de 4.200 toneladas de registro que rompió su cubierta y ambos se hundieron. Después de grandes esfuerzos la tripulación del acorazado logró ubicarlo al abrigo del molo del puerto.

Desde un remolcador, Corssen dirigió desde el primer momento las obras de contención, pero viendo que las bombas eran incapaces de disminuir el agua en los estanques, evacuó de inmediato a todo el personal a bordo (cerca de 90 personas). Media hora después, dique y vapor dieron vuelta de campana. El “Chile” se fue a fondo y el dique asomó más tarde como una enorme plataforma. Una hora más tarde, Corssen tomó un falucho equipado con compresoras, taladros, mangueras, equipos de buzos, y un grupo de su más competente personal, para inyectar aire en los compartimientos averiados y tapar las roturas. Durante una semana continuó este trabajo hasta dejar al dique flotando nuevamente, aunque invertido. Así lo entregó a los aseguradores británicos de Lloyd’s, quienes hicieron venir a compañías de rescate desde Estados Unidos y Europa para volverlo a su posición. Después de 6 meses de estudios, los expertos lo estimaron imposible, y por lo tanto, la compañía declaró pérdida total y pagó 85 mil libras, el valor real del dique, a Astilleros Las Habas.

Durante ese tiempo, Corssen había estudiado paralelamente el caso. Presentó al directorio de la empresa, entonces, un modelo a escala de cómo podrían recuperar el dique luego de comprar los restos como fierro viejo. Así lo hicieron, pues en esa
época, plena Guerra Mundial, era imposible mandar a construir otro. Ocho meses emplearon Corssen y su equipo en la reparación de las averías del casco y de la cubierta.

Para entrar a los compartimientos y poder hacer las reparaciones, confeccionaron campanas de aire (esclusas) y operarios especialmente entrenados trabajaron en su interior con aire a presión. Los estanques laterales de estribor fueron divididos para obtener 20 compartimientos estancos, reforzados, con su propio sistema de inundación y achique, y mangueras para desalojar el agua mediante aire a presión.
Dos faluchos equipados con 10 compresores de gran potencia, suministraban el aire para la operación. Una estación central, con mangueras y válvulas, controlaba cada uno de los estanques.

El sábado 15 de agosto de 1941, al amanecer, comenzaron las maniobras de rescate con la inundación de algunos estanques, de acuerdo al programa. A las 14 horas, el dique se había sumergido casi totalmente; el giro alcanzado era de casi 90º. Venía entonces, la parte más importante: inyectar aire a presión a los estanques de adrizamiento para rebasar la posición ya adquirida. Todo marchaba perfectamente
hasta que, al llegar a los 110º, se detuvo la rotación y el dique volvió a su posición anterior. La gran cantidad de personas de Valparaíso que observaba desde sus casas y la costanera, pensó, desilusionada, que la operación había fracasado.
Buzos enviados por Corssen detectaron la falla en una de las tapas de los estanques principales. Como ya era tarde, las obras fueron suspendidas hasta el día siguiente.
Reparada la tapa, echaron a andar las compresoras, esta vez a plena capacidad, inyectando el máximo de aire posible. De inmediato se pudo apreciar su efecto, porque en menos de dos horas, el dique había alcanzado un giro de 130º. Luego aparecieron los flotadores y unos minutos después,la parte superior de la amurada de babor del dique, con lo cual la maniobra quedaba asegurada. Finalmente, abrieron las válvulas de los estanques que aún permanecían con agua y la estructura comenzó a subir verticalmente, hasta quedar con todos sus compartimientos vacíos y el dique flotando en su posición normal, cerca de las 18 horas. En ese momento, los buques en la bahía hicieron sonar sus pitos y sirenas en señal de júbilo.(Era 16 de agosto, paradojalmente, el mismo día en que Federico Corssen murió, a los 107 años, en 2002).
Las averías eran grandes, y dado que no había otros diques disponibles en este lado del Pacífico, gran cantidad de técnicos e ingenieros se dedicaron a su reparación. Tres meses después, pudo entrar nuevamente en servicio. La recuperación del dique costó a Aserradero Las Habas, el 20% del monto pagado por el seguro. Este trabajo fue considerado por institutos y centros de ingeniería como una hazaña. Federico
Corssen fue felicitado por el entonces Presidente de la República, Pedro Aguirre Cerda, los jefes de la Armada y varios centros de arquitectos navales extranjeros
y de astilleros europeos. La Municipalidad de Valparaíso le confirió el título de Hijo Predilecto y Ciudadano Honorario de Valparaíso, y la Asociación de Ingenieros y Capitanes de la Marina Mercante Nacional le otorgó la Medalla al Mérito.

Federico Corssen Decher nació el 25 de diciembre de 1895. Estudió en el Colegio Alemán de Valparaíso hasta ingresar, a los 14 años, a la Escuela de Ingeniería de la
Armada. Egresó cuatro años más tarde, con las notas más altas de su curso y el título de Aspirante a Ingeniero. Después de 3 años de estudios especiales, obtuvo el
título de Constructor Naval. Entre 1925 y 1928 estuvo trabajando en Londres como Constructor Naval de la Embajada de Chile. Allí tuvo a su cargo la inspección de
la construcción de destructores, submarinos y naves auxiliares para la Armada. En una ocasión, al revisar los cálculos de ingeniería de los destructores, detectó un
error que influiría en su estabilidad. Su observación no fue considerada por la firma constructora, y al hacer las pruebas preliminares de los barcos, se comprobó que él tenía razón. La propia firma británica le pidió su ayuda para solucionarlo. En retribución, fue nombrado Miembro del Instituto de Arquitectos Navales de Inglaterra. Además de su trabajo como constructor naval, hizo grandes aportes en instituciones gremiales y sociales.



Federico Corssen y su esposa, Liliana Müller, tuvieron cuatro hijos. Tres de ellos son ingenieros, en especialidades civil, agronomía y mecánica. En 1994, al celebrar sus 80 años de profesión en el Colegio de Ingenieros de Chile, don Federico se refirió con gran modestia a sus logros. “Sólo significan para mi el cabal cumplimiento de mi deber”, dijo; y a los ingenieros jóvenes les aconsejó: “Sean siempre honestos, constantes, severos consigo mismos y sensibles y bondadosos con los demás”.

lunes, 18 de mayo de 2009

La Travesía del Totorore




La Travesía del “Totorore”

Encontré este artículo en Internet en el sitio de la Liga Marítima de Chile, a propósito de la Travesía el Totorore.

Artículo enviado por el Sr. Jorge Schaerer Contreras


Palabras del Embajador Carlos Appelgren Balbontín con ocasión del lanzamiento de la versión en español de la bitácora de su travesía, iniciativa conjunta de la Fundación Chilena del Pacífico, la embajada de Nueva Zelandia en Chile y el diario El Mercurio.

Gerald Stanley Clark, Gerry para todos nosotros, ornitólogo afi- cionado, naturalista, explorador y eximio navegante, escribió La Travesía del Totorore, para legarnos la historia de su viaje de más de tres años a través de algunas de las aguas más implacables y peligrosas del mundo. La travesía comprendió desde Nueva Zelanda hacia Chile; los archipiélagos al Sur de Chile y las islas sub-antárticas para luego volver a sus tierras de origen. Este osado viaje lo realizó en el “Totorore”, prión Antártico en lengua maorí, que era una pequeña embarcación diseñada por él, hecha con madera de Kauri de Nueva Zelandia, reconocida como una de las mejores maderas para la construcción de embarcaciones. Estaba aparejada como “cuter”, con un bauprés y dos quillas de lastre de 1.815 kilos. Tenía una eslora de 9,8 metros, 2,9 metros de manga y 1,3 metros de calado.

El viaje tuvo un objetivo concreto: el estudio y catastro de las aves y vida silvestre de las regiones por él visitadas.

totorore velas Ya en las primeras páginas de su libro, con gran simpleza y realismo nos advierte acerca de la necesidad de resguardo del delicado equilibrio que requiere ser protegido de nuestras “poco sabias acciones” las cuales podrían fácilmente destruirlo. Al mismo tiempo y, con gran humildad, confiesa que discutir estos temas “era como intentar arreglar el mundo. Era tan fácil ver las fallas y señalarlas, pero no era tan fácil encontrar una solución y, aún más difícil, pensar en algo al alcance de uno para subsanarlas”… Sin embargo, él la encontró.

En términos científicos y académicos los resultados de sus investigaciones, recogidas con sistemática minuciosidad, le valieron el reconocimiento tanto en Nueva Zelandia como en el resto del mundo, al constituir un aporte incalculable al patrimonio común de la humanidad, que permitirá el establecimiento de planes y programas adecuados para la conservación, el manejo y protección de especies únicas que habitan esos parajes remotos y de belleza incontestable. Específicamente en el caso de Chile, región de especial interés para él, sus estudios llamaron la atención acerca de la necesidad de establecer y mejorar programas de conservación en el archipiélago de Juan Fernández, además de llenar importantes vacíos sobre las aves que habitaban las zonas visitadas, pues muchas de ellas jamás habían sido visitadas por un ornitólogo.

Sugestivamente, “La Travesía del Totorore” constituye uno más de los eslabones que dan forma y fuerza a la ciencia ecológica moderna. Como pocas ciencias, las normas que hoy rigen la protección de nuestro medio ambiente y los recursos naturales, han tenido sus orígenes en el trabajo valiente, serio y comprometido de los llamados “aventureros”. Así, Gerry Clark, al emprender su travesía, no sólo satisfacía una curiosidad personal sino que hacía un aporte invaluable a la moderna teoría ecológica al retratar con sus expediciones e investigaciones la precariedad en la que se encuentra el principio de equilibrio en nuestro medio ambiente y la imperiosa necesidad de adoptar medidas en conjunto para tal como él señaló: “hacer lo que está a nuestro alcance, para preservarlo”.



En términos humanos, el legado de Gerry Clark es de gran valor. Tal como señala Sir Edmund Hillary al escribir el prólogo de la obra, Gerry Clark debe haber sido un hombre muy sorprendente: Hace 25 años, el 23 de febrero de 1983, al tener 56 años de edad, leva anclas y da inicio a su aventura para circunnavegar la Antártica, señalando con gran entusiasmo al inicio de su obra: “Amo el mar, amo las aves, amo la aventura. ¿Hay alguna otra manera de concederme un placer, en estos postreros años de mi vida, que emprendiendo una expedición en el grandioso mar austral?”

Queridas amigas y amigos:

En un mundo convulsionado, complejo, en el cual los ideales y especialmente la fe en el espíritu de superación del hombre son puestos en duda, visionarios como Gerry Clark nos devuelven la esperanza, sacudiendo nuestro conformismo y demostrando lo que un hombre y un proyecto personal puede hacer por la humanidad, por nuestra humanidad.

Así, a través de cada página de La Travesía del Totorore, junto con enriquecernos al adquirir conocimientos científicos dignos de especialistas, vamos de la mano de su autor en un gesto quizás involuntario de éste, recogiendo los indicios que nos ayudan a descifrar leyes de validez universal que, a mi entender, reflejan el alma de nuestros países. No en vano el epígrafe es un fragmento de un poema (The Spell of the Yukon) de Robert Service, destacado poeta, originario de otro país amigo y afín, Canadá.

Efectivamente, el libro de Gerry Clark, su impronta que, como la estela en el mar dejada por el Totorore, une a nuestros países, constituye un símbolo de los tiempos que hoy felizmente transcurren en la relación entre Nueva Zelandia y Chile. Es aquello que podríamos identificar como el acervo unifi- cador que nos ha llevado a estrechar nuestros vínculos y diseñar políticas de beneficio común para nuestros ciudadanos.

Me atrevo a afirmar, sin temor a equivocarme, que el espíritu de Gerry inspira hoy más que nunca la sólida relación que existe entre nuestros países y que simboliza la creciente vinculación entre dos regiones del mundo que, paulatinamente, han ido descubriendo lo mucho que tienen en común.

Gerry Clark, a través de su extraordinaria aventura, puso de relieve lo mejor que nos une, que no es otra cosa que una profunda identidad de propósitos y un anhelo común para alcanzar juntos el futuro cruzando, como él lo hizo, el gran mar de oportunidades que para nuestros pueblos representa el océano Pacífico.

A la edad de 72 años, en 1999, Clark desapareció con el “Totorore” en un naufragio en las islas Auckland, al sur de Nueva Zelandia. Nos queda su legado y la frase que según aquellos que lo conocieron solía decir: “Nothing is imposible with a bit of hard work, luck and… kiwi ingenuity”.